Son las cuatro de la mañana.
Vuelvo solo a casa, un poco tocado por una serie de afortunados errores etílicos. Pienso en la buena noche que he pasado, las risas que nos hemos echado, los chascarrillos. Pero algo en las tripas se me revuelve, algo no es como debería ser. Estoy comparando esta noche con años anteriores. Si todo hubiera seguido igual, la hubiera pasado tirado en casa, pero hubiera estado mucho más feliz. Lo de esta noche ha sido un escape banal, un parche minúsculo a un roto enorme, que consigue sujetar los jirones que quedan durante unas pocas horas. Además -y ya lo puedo predecir-, por la mañana me sentiré un miserable por haber vuelto a beber, y de esa manera. Me hace pensar que mi fuerza de voluntad cuando podía rechazar sin dudar el alcohol, no era mía. Recuerdo también que he salido un poco forzado por la situación, que era "obligado" salir a divertirme en la fecha de hoy, a pesar de llevar todo el día en una vorágine autodestructiva y con ganas cero de aparentar felicidad. Sin embargo, estoy agradecido a las dos personas que me han sacado de casa.
Son las nueve de la mañana.
La ansiedad es la primera en felicitarme el cumpleaños. De nuevo, me vienen imágenes de años mejores, la ilusión que tenía en este día, que hoy rezaba por que no llegara. Me levanto, voy al baño, me lavo la cara y me vuelvo a acostar, sin poder dormirme. La ansiedad sube por mi garganta, me estruja el corazón, que late rapidísimo. Estoy conteniendo toda la semana la presión de querer derrumbarme y no encontrar un hueco para hacerlo en soledad; siempre rodeado de gente. Y me preocupa no poder aguantar hasta que acabe el día, porque se va a montar toda la parafernalia que rodean este tipo de eventos. Me descubro a mí mismo deseando que hoy sea un día festivo normal, que no se centre la atención en mí, y que me dejen en paz. Ahora en la cama, estoy atento a que entren y me vean despierto y triste. Tengo que aparentar dormir, sorpresa y felicidad, en ese orden. Y así todo el día. Ya sé que será largo y acabaré agotado.
Son las doce y media.
Tengo unos momentos de soledad en la habitación. La ansiedad está llegando a su punto álgido, o no, no lo sé, porque siempre hay un poco más. Por un momento caigo en quién me ha podido mandar una felicitación anónima. Mierda. Se me altera el pulso aún más si cabe, se me hace un nudo en la garganta y agacho la cabeza. Los repetidos mensajes de felicitación de amigues y conocides los leo como si de un anuncio publicitario se tratase. Todo es plástico, pose, estética. Algún mensaje más personal me saca del pozo un poco, pero tampoco por muchos minutos. Siento que no puedo manejar esta situación, y ojalá acabe ya el día y pueda olvidarme de todo. Ojalá el capítulo 3 de Black Mirror. Entra mi familia en la habitación a darme los regalos. Sonrisa triste intentando ser sincera, agradeciendo de corazón el gesto, y poco más; porque de nuevo todo parece banal, no tiene importancia, los regalos apenas me causan una mínima alegría. Es estúpido y absurdo el teatro que estamos montando hoy. Lo cambiaría todo por un poquito de lo de antes. Sin embargo, para no romper la fragilidad del momento, finjo que me encanta la situación, los regalos, todo. En algunos momentos, se crean silencios en la conversación, que a mi juicio evidencian que todes estamos pensando lo mismo. Por mucho que intentemos aparentarlo, no está siendo lo que querríamos, es una falsa felicidad, cada une estamos representando un papel y tirando de tópicos. Para mí que nos acordamos de otros años y lo felices que éramos de verdad en aquellos momentos que ya se han ido. No hay maldito punto de comparación. Y a partir de aquí, comienza la escalada hacia el pico.
Son las cuatro de la tarde.
No tengo hambre. No quiero comer. Sin embargo, hago de tripas corazón e intento acabar lo antes posible, pero se me hace cuesta arriba. El ambiente en general es amistoso y festivo, e intento camuflar el huracán que llevo dentro. Es sin duda una comida mucho menos animada que la de otros años, faltan unas cuantas personas. Por suerte no hay tarta, no hay paripé de soplar velas (menudo deseo hubiera pedido). Me acuerdo en ese momento de anoche, al pillar el metro. Hubo un segundo, al borde del andén, en el que jugué conmigo mismo, fantaseando con la idea última. Durante un segundo, en el momento en que pensaba eso, me sentí libre y en paz. Luego volví al mundo real.
Son las nueve de la noche.
Por fin estoy solo en mi habitación. A oscuras, sólo el flexo ilumina algo. El ambiente perfecto para rematar esta triste crónica de un día que preferiría haberme saltado. Me siento más calmado, supongo que por estar centrado en escribir. Releo varias veces el texto. No me gusta, ni siquiera me identifico ya tanto con todo lo escrito, pero rememoro el día y sé que ha sido así. Así que, por justicia con mi yo de hace unas horas, supongo que lo publicaré. Otra es que lo publicite. Creo que al final me ha quedado mucho más descriptivo de lo que quería, pero no pienso tocar lo que he escrito cuando más estaba sintiendo.
Queda ya muy poco para poder tumbarme a dormir, a puerta cerrada, a abrazar de nuevo a mis demonios. Intuyo que mañana me sentiré mucho mejor que hoy, porque es como suele equilibrarme mi cuerpo, pero no me atrevo a decir bien. Hace tiempo que dejé de estar bien, de saber quién soy y qué hacer. Dudo de todo, pero especialmente de mí mismo. Siempre he considerado que tenía que ser ejemplo, que tenía que serme fiel, y cada vez me traiciono más, me separo de aquél que se supone que quería ser. Me dejo absorber más por la norma, me odio.
Tendré que hacer otro texto, supongo, porque este es una mierda.